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Sobre el cierre de Google News y el Canon AEDE: ¡Hay oro en esos bits!


La historia mítica norteamericana cuenta que la fiebre del oro la desató una especie de grito de guerra, un mensaje casi telegráfico que, de boca en boca, recorrió todo el país, desde California y Alaska hasta la costa atlántica: «¡Hay oro en esas montañas!». Lo que pasó ya lo saben los muchos espectadores habituales de películas del Oeste y los muchos menos lectores de Jack London: la gente fue en masa a esas montañas y unos encontraron oro y se hicieron ricos -o más o menos- y otros no encontraron nada y, al contrario, se dejaron la salud y, frecuentemente, la vida. Nadie dijo nunca que este mundo fuera justo.




Al socaire de ese oro que unos encontraron y otros no, acudió presurosa mucha otra fauna: honrados emprendedores que fueron a montar sanos negocios allá donde había dinero, pero también sinvergüenzas, arribistas, tahúres, estafadores de altos vuelos, timadores de baja estofa, prostitutas, traficantes de todo tipo de mercancía ilegal, pistoleros, ladrones y, en fin, el largo etcétera que sabemos.

Con Internet ha ocurrido algo parecido, a su modo, claro está. Apenas nacida la red, fue como si alguien gritara: «¡Hay oro en esos bits!» y todo el mundo se lanzó a ver qué pillaba. Y, como en California y Alaska, hubo de todo. Hubo quien supo encontrar oro, y acaso mucho (ahí tenemos a Google o Facebook, sin ir más lejos), y hubo quien supo crear un negocio honorable en ese entorno adinerado y ahí están muchas y prósperas empresas de servicios en red, algunas muy conocidas, como Amazon, otras no tanto pero que forman una estupenda galaxia llena de grandes corporaciones, de PYMEs y de profesionales independientes. También, claro, hubo fiascos, fracasos, gente arruinada en proyectos esplendorosos que luego resultaron no serlo...

Y también hubo? lo otro. Lo otro que, como en las ciudades del Oeste, llegó magníficamente ataviado, deslumbrando en su apariencia de honorabilidad, y con una Biblia en el bolsillo. En el caso de Internet, esa biblia fue, sobre todo, la propiedad intelectual. Y con tan sagrado designio se lanzaron unos cuantos sobre el botín pretendiendo tener derecho a él. Unas veces por las buenas y otras -la mayoría- a las malas. Y, para garantizar su impunidad, no vacilaron en comprar al sheriff (quien huelga decir que, en la mayoría de los casos, se vendió fácil y alegremente y, además, barato).

Primero fueron las entidades de gestión de derechos de autor las que se lanzaron a por el oro de los mineros. Y ciertamente, levantaron mucho dinero protegidos por el sheriff Zapatero y por sus ayudantes, sobre todo Carmen Dixie Calvo y Ángeles Sinde. Ganaron mucho dinero y también corrió mucha sangre, hasta que la intervención del 7º de Caballería europea y la decisiva actuación del juez Ruz puso fin a sus desmanes. A los más notorios desmanes, porque no cejan en su pretensión de volver a las andadas.

Después, más recientemente, fueron los periódicos antediluvianos, los del papel, el ancien régime mediático, ya caduco y achacoso, enfermo terminal, quien vio no sólo el oro de las montañas sino la sangre de la virgen que les llevaría a la eterna juventud. Y así, nuevamente compraron al sheriff, esta vez Rajoy, y a sus ayudantes, Soraya y Wert, con el auxilio de un meritorio, Lasalle, para que arrimara el ascua a la sardina de AEDE. Pero resultó que la virgen tenía más conchas que un galápago y si los de AEDE habían arrasado el pueblo con la irrenunciabilidad, la nada inocente Google sacó de la liga el cartucho de dinamita del portazo, se subió al caballo y se fue trotando alegremente sin necesidad de hacerse acompañar por el chico de la película porque la presunta virgen se pinta sola.

Canon City ha quedado, pues, arrasado, al modo del Tenorio:

Yo la quiero, don Juan, sí;

más después de lo pasado

imposible la hais dejado

para vos y para mí

Y ahora el sheriff y sus ayudantes se encuentran con que no saben a quién detener ni de quién obtener fianzas, el oro se ha ido y AEDE se ha quedado como el gallo de Morón: sin plumas y cacareando, preso de la misma cadena que forjó para otros: la irrenunciabilidad.

Y allí, a lo lejos, se oye el piafar de los caballos del 7º ansiosos por escuchar el toque de carga y lanzarse al galope.

Lo que no sabemos -aunque lo sospechamos- es contra quién.


Opinión de Javier Cuchí


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