'El derecho de autor se basa en un principio fundamental de 'fair play': el trabajo y el esfuerzo deben, en justicia, estar remunerados.' Pedro Farré, Doctor en Derecho y Jefe de la Oficina de Defensa de la Propiedad Intelectual de la SGAE, en un artículo publicado en Aranzadi.
El señor Farré olvida, estratégicamente, otra base del derecho de autor: la sociedad que lo garantiza. El innegable (y no negado) derecho de los autores a ser remunerados por sus esfuerzos no se extiende eternamente porque también la sociedad debe obtener una compensación por sus esfuerzos: a cambio del monopolio que garantiza a los autores. El equilibrio se ha establecido limitando en el tiempo la extensión de los derechos económicos (que no morales) del autor; a partir de un número de años, la sociedad puede acceder libremente a esas obras, que pasan al dominio público. Ese equilibrio se ha roto a lo largo del último siglo con las sucesivas extensiones del tiempo de garantizado monopolio. Ahora nada pasa al dominio público: canciones, textos, obras teatrales, guiones, todo pertenece a alguien. Las ideas, el conocimiento mismo, tiene dueño. En la práctica, a perpetuidad. Esta situación es legal, pero desde luego no es justa.
Claro, que a lo mejor es porque las leyes se hacen escuchando tan sólo a una de las partes interesadas, aquella que quiere transformar la propiedad intelectual en algo equivalente a la propiedad física. A lo mejor tiene que ver que quienes hacen esas leyes reciben premios, de uno sólo de los lados. A lo mejor es porque los políticos no escuchan al otro lado: a nosotros, los ciudadanos, los compradores de cultura. Sus votantes. A lo mejor tendrían que escucharnos, aunque sea a gritos.
Ahora estamos llegando a un punto crítico. El endurecimiento de las leyes de propiedad intelectual se está aproximando al absurdo. El pasado año se calcula que el 31% de la población internauta en España utilizaba programas P2P: si se conserva la proporción hoy puede afirmarse que más de 3,7 millones de personas, casi el 10% de la población española, son delincuentes que deberían ser condenados a 2 años de cárcel. No hay policías para tanto delincuente. No hay fiscales, jueces, ni cárceles. Y, lo más importante, no hay político que aguante meter en la cárcel en manadas a adolescentes por crímenes no violentos contra una propiedad impalpable que se reproduce en cada copia.
¿Qué sale ganando la sociedad española invirtiendo en proteger este derecho de autor revenido, extendido hasta el infinito y con el potencial de crear el caos creativo?
Porque ése es otro aspecto del problema: las canciones y los textos literarios no son como una parcela de terreno o una pantalla de TV de plasma. Si transformamos la cultura en algo similar a una inversión inmobiliaria o un electrodoméstico la asesinaremos, porque la creación es imposible sin construir sobre algo previo. Toda música original, toda novela recién escrita serían imposibles sin haber escuchado, y gustado, y reelaborado, otras músicas, otras literaturas. Los esfuerzos de autoría deben ser recompensados, sin duda; pero no hasta el extremo de cegar el normal flujo de conocimiento de la cultura.
Los autores, entre ellos la señorita Beltrán, están preocupados. Y es normal: sus editores y las entidades de gestión de derechos (sus intermediarios con el público) les informan de que unos 'piratas' malosos les están sacando dinero del bolsillo. Que les roban, y nadie hace nada; ni la policía, ni los jueces aplican las leyes para impedir que les atraquen. Luego resulta que esos intermediarios se quedan con una parte muy sustancial de los ingresos generados por la obra del autor, por lo que no es éste el más perjudicado. Y que la solución que proponen, ojo, los intermediarios que no los autores, es meter en la cárcel... a quienes disfrutan de la obra de los autores.
¿Alguien piensa que ésta es la mejor manera de relacionarse con la clientela? ¿Puede algún artista, y mucho menos un músico de rock, pedir la cárcel para sus 'fans' en beneficio de terceros?
Quizá sea el momento de explorar otras formas de compensar a los autores. Y también de reducir el precio de la obra usando los medios de difusión digital, y de reducir la extensión temporal del monopolio económico, y de explorar leyes y sistemas de gestión de derechos colectivos más flexibles, capaces de aceptar esas nuevas formas de compensación y de difusión (como el 'copyleft'). Las dudas ahora se reducen a cuánta gente deberá pasar por la cárcel, y cuántos políticos por el paro, hasta que se lleven a cabo estos cambios y la racionalidad regrese. Porque no hay otra salida: de lo contrario la industria cultural acabará siendo como el tráfico de drogas, y perderemos todos. Autores y consumidores de cultura, los primeros.
Jose Cervera
Reproducido de El Mundo
El señor Farré olvida, estratégicamente, otra base del derecho de autor: la sociedad que lo garantiza. El innegable (y no negado) derecho de los autores a ser remunerados por sus esfuerzos no se extiende eternamente porque también la sociedad debe obtener una compensación por sus esfuerzos: a cambio del monopolio que garantiza a los autores. El equilibrio se ha establecido limitando en el tiempo la extensión de los derechos económicos (que no morales) del autor; a partir de un número de años, la sociedad puede acceder libremente a esas obras, que pasan al dominio público. Ese equilibrio se ha roto a lo largo del último siglo con las sucesivas extensiones del tiempo de garantizado monopolio. Ahora nada pasa al dominio público: canciones, textos, obras teatrales, guiones, todo pertenece a alguien. Las ideas, el conocimiento mismo, tiene dueño. En la práctica, a perpetuidad. Esta situación es legal, pero desde luego no es justa.
Claro, que a lo mejor es porque las leyes se hacen escuchando tan sólo a una de las partes interesadas, aquella que quiere transformar la propiedad intelectual en algo equivalente a la propiedad física. A lo mejor tiene que ver que quienes hacen esas leyes reciben premios, de uno sólo de los lados. A lo mejor es porque los políticos no escuchan al otro lado: a nosotros, los ciudadanos, los compradores de cultura. Sus votantes. A lo mejor tendrían que escucharnos, aunque sea a gritos.
Ahora estamos llegando a un punto crítico. El endurecimiento de las leyes de propiedad intelectual se está aproximando al absurdo. El pasado año se calcula que el 31% de la población internauta en España utilizaba programas P2P: si se conserva la proporción hoy puede afirmarse que más de 3,7 millones de personas, casi el 10% de la población española, son delincuentes que deberían ser condenados a 2 años de cárcel. No hay policías para tanto delincuente. No hay fiscales, jueces, ni cárceles. Y, lo más importante, no hay político que aguante meter en la cárcel en manadas a adolescentes por crímenes no violentos contra una propiedad impalpable que se reproduce en cada copia.
¿Qué sale ganando la sociedad española invirtiendo en proteger este derecho de autor revenido, extendido hasta el infinito y con el potencial de crear el caos creativo?
Porque ése es otro aspecto del problema: las canciones y los textos literarios no son como una parcela de terreno o una pantalla de TV de plasma. Si transformamos la cultura en algo similar a una inversión inmobiliaria o un electrodoméstico la asesinaremos, porque la creación es imposible sin construir sobre algo previo. Toda música original, toda novela recién escrita serían imposibles sin haber escuchado, y gustado, y reelaborado, otras músicas, otras literaturas. Los esfuerzos de autoría deben ser recompensados, sin duda; pero no hasta el extremo de cegar el normal flujo de conocimiento de la cultura.
Los autores, entre ellos la señorita Beltrán, están preocupados. Y es normal: sus editores y las entidades de gestión de derechos (sus intermediarios con el público) les informan de que unos 'piratas' malosos les están sacando dinero del bolsillo. Que les roban, y nadie hace nada; ni la policía, ni los jueces aplican las leyes para impedir que les atraquen. Luego resulta que esos intermediarios se quedan con una parte muy sustancial de los ingresos generados por la obra del autor, por lo que no es éste el más perjudicado. Y que la solución que proponen, ojo, los intermediarios que no los autores, es meter en la cárcel... a quienes disfrutan de la obra de los autores.
¿Alguien piensa que ésta es la mejor manera de relacionarse con la clientela? ¿Puede algún artista, y mucho menos un músico de rock, pedir la cárcel para sus 'fans' en beneficio de terceros?
Quizá sea el momento de explorar otras formas de compensar a los autores. Y también de reducir el precio de la obra usando los medios de difusión digital, y de reducir la extensión temporal del monopolio económico, y de explorar leyes y sistemas de gestión de derechos colectivos más flexibles, capaces de aceptar esas nuevas formas de compensación y de difusión (como el 'copyleft'). Las dudas ahora se reducen a cuánta gente deberá pasar por la cárcel, y cuántos políticos por el paro, hasta que se lleven a cabo estos cambios y la racionalidad regrese. Porque no hay otra salida: de lo contrario la industria cultural acabará siendo como el tráfico de drogas, y perderemos todos. Autores y consumidores de cultura, los primeros.
Jose Cervera
Reproducido de El Mundo