Jornada 25 Aniversario Asociacion de Internautas


¿Qué son las patentes de software?


El mayor de los problemas que tenemos los, ejem, activistas del conocimiento libre es que nos movemos en un mundo complejo y, en cierto modo, ectoplásmico, donde conceptos tan etéreos como «derechos del autor», «propiedad intelectual» (¿existe un concepto de propiedad intelectual?), patentes de software, etcétera, fluyen sutiles y gaseosos como fantasmas en el comedor del internado de Harry Potter. Si a eso añadimos una normativa no casualmente compleja, confusa, enrevesada, demencial e indigesta, contemplamos un panorama digno de un cuadro de Ieronimus Bosch.




Otro problema que déjalo correr es que no sabemos hacer pedagogía; nos perdemos en explicaciones técnicas que la gente de la calle no entiende y por eso no conseguimos que trascienda al padre de familia normal la gravedad de este asunto, que nunca paramos de decir que puede condicionar de forma muy importante (y para mal) el desarrollo tecnológico europeo pero tampoco nunca explicamos por qué.

Yo, muy modestamente, voy a intentarlo ahora. Aunque lo haga mal -muy probablemente lo haré mal-, confío al menos en dar una pauta para que, sobre ella, otros lo hagan mejor. En cualquier caso, miren los puristas hacia otro lado porque voy a cometer varias imprecisiones -algunas a sabiendas; la mayoría, fruto de mi propia ignorancia- en aras a la inteligibilidad y la sencillez.
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¿Qué es una patente?

Una patente es un derecho de exclusividad (o sea, una exclusiva, como las de la prensa rosa) que se otorga sobre algo, que a su vez podía ser, originalmente, un derecho o una cosa. La patente de corso era la concesión exclusiva que un estado otorgaba a un marino para que asaltara en provecho material propio a cuantos barcos pudiera y quisiera, de una determinada potencia enemiga o de cualquier otro modo rival y en una zona marítima determinada. Es muy ilustrativo el hecho de que el ejemplo más popular sobre el origen de las patentes sea el del corsario. En su concepto y acepción más moderna, una patente sería el derecho de exclusividad sobre un invento o creación, materializable en un objeto, por tiempo determinado y por ámbito territorial delimitado (aunque puede llegar a todo el orbe terrestre: basta con pagar más -¡mucho más!- a la oficina de patentes correspondiente).

Por tanto, una lavadora puede ser patentable y, de hecho, todas las lavadoras que se comercializan (y muchas más con menor suerte) lo están. Y lo mismo puede decirse de la casi totalidad de artilugios e ingenios técnicos, mecánicos, electrónicos y, en fin, de cosas que realizan por sí mismas determinadas funciones o sirven de herramienta material para ello. Está patentado un determinado modelo de fregona y están patentados -prácticamente uno por uno- todos los componentes de un automóvil, de un avión de pasajeros, de un tren o de un cazabombardero. De hecho, todo lo que se fabrica y puede tocarse está patentado y aún existen muchas más patentes que no han llegado a ver la luz de la industria, por las causas que sean.
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¿Qué es una patente de software?

Una patente de software consiste en otorgar una exclusiva de explotación sobre... ¿un programa informático? ¡No! Eso es lo que venden los interesados en que se instituyan en Europa esas patentes. Una patente de software otorga un derecho de exclusividad sobre el resultado de un programa informático. Es decir, no se patentan programas, aunque eso es lo que se simula hacer, sino que en realidad se patenta lo que hacen los programas. Vamos a poner un ejemplo: la hoja de cálculo. Todos sabemos que hay varios programas distintos de hoja de cálculo: Lotus 123, Calc de Open Office.org, Borland Quatro Pro, Microsoft Excel, y muchas más (solamente en software libre bajo Linux hay, al menos, tres o cuatro aplicaciones). Así las cosas, yo no puedo copiar el código (programa, para entendernos) que utiliza Lotus en su hoja de cálculo 123 para realizar mi propia hoja de cálculo, pero nada impide, en la actualidad y en Europa, que inventándome mi propio programa diseñe mi hoja de cálculo. Pues bien, si estuvieran permitidas las patentes de software y el primero que diseñó una hoja de cálculo la hubiera patentado, nadie podría ahora crear una hoja de cálculo ni siquiera con su propio código. Bien, la hoja de cálculo está salvada, ya es tarde para patentarla porque las normas del derecho de patente excluyen lo que se denomina arte previo, es decir, aquello que, de forma pública y notoria, ya existía con anterioridad a la solicitud de la patente, pero hay muchas otras cosas que han corrido ya peor suerte (¿sabías que en los Estados Unidos está patentado el doble clic del ratón?) y, allí donde se admiten, las patentes de software aumentan exponencialmente hasta los extremos más peregrinos, creando justamente el efecto contrario al que teóricamente pretende el sistema, ya que dentro de poco no habrá quien pueda hacer nada informáticamente sin vulnerar una patente. El colapso total.

Tanto es así, que las grandes empresas de programación informática, para poder seguir adelante, han tenido que llegar a acuerdos entre ellas, expresos o tácitos, permitiéndose mutuamente vulnerarse las patentes -o, al menos, las que no son estratégicas de verdad- estableciendo una suerte de impunidad recíproca. O sea: yo me cisco en tus patentes, tú te ciscas en las mías y aquí paz y luego gloria.

Ese es el máximo exponente del fracaso del sistema de patentes de programas informáticos.

Bien, la existencia de esos pactos -por supuesto, nunca reconocidos por sus partes- desnaturalizaría de tal modo las patentes de software que casi podríamos dormir tranquilos pese a su existencia, pero en este mundo en el que está tan de moda el atraco al conocimiento, no tardan en salir los buitres, los especuladores que patentan las gilipolleces más inconcebibles no para tener una moneda de intercambio en un eventual pacto de mutua impunidad con la competencia, como hace la industria de verdad, sino para enriquecerse poniendo palos de hierro a la rueda del progreso; ellos, estos buitres, no producen programas informáticos, sólo producen patentes. Una vez logradas, no tienen otro trabajo que vigilar a la industria para caer sobre ella a la menor vulneración (facilísima, por otra parte); y el industrial afectado, no puede pactar impunidad mutua porque el carroñero no trabaja en la industria, no hay nada que ofrecerle o que darle en una eventual (e imposible) negociación: sólo dinero en efectivo. Y no poco.

Por otra parte, están las oficinas de patentes que, al igual que ocurre con las gestoras de derechos de autor (la $GAE y demás hierbas, en el caso español, por ejemplo), a medida que la locura llega al paroxismo dejan de ser entidades de servicio para sus asociados o usuarios y se convierten en verdaderas estructuras de recaudación compulsiva al servicio de sí mismas, olvidando sus fines últimos y, de alguna manera, retroalimentándose. El medio convertido en fin, lo hemos visto muchas veces. Esto por no hablar de muchos de los gestores de esas gestoras, pero ese ya es otro tema.
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Bueno pero... siendo las patentes de software tan malas... ¿Por qué hay quien quiere implantarlas en Europa, si no tenemos necesidad alguna de sufrirlas?

Por la presión norteamericana, ya que los Estados Unidos temen, con razón, la competencia europea en materia de programario informático, dado que, si logramos evitarlas, nuestros técnicos podrían trabajar tranquilos sin otra preocupación que la de lograr programas cada vez más avanzados y de mayor calidad, mientras los técnicos de los Estados Unidos se debaten agónicamente en un ambiente enrarecido por las aguas turbulentas de las patentes y de sus especuladores.

Además, las patentes de software sirven también para parar los pies al software libre, la pesadilla de muchas grandes corporaciones norteamericanas (Microsoft, sobre todo), que cada vez se perfila más como un puntal de desarrollo tecnológico e industrial no sólo en la Unión Europea sino también en cada vez más países del cono sur americano, en economías asiáticas potentes, unas (Japón), y emergentes otras (China) y constituyendo, en definitiva, la única esperanza tecnológica de los países con niveles de desarrollo bajo o nulo.

Esto, claro, sugiere otra pregunta: ¿cómo han podido ser tan estúpidos los norteamericanos como para castigar a su propio progreso con ese freno tan grande?

Lo cierto es que no es un problema de estupidez global norteamericana, sino de una idiotez judicial puntual. Me explico. Los jueces son, por lo general, personas razonables, conscientes, responsables, e incluso se dice que hay casos de jueces sabios. Pero, claro, no hay regla sin excepción ni rebaño sin oveja negra. Y de la misma manera que aquí tenemos a algún que otro juez que decide que a una señora se la puede meter mano casi impunemente por el hecho de vestir una falda descrita como corta, en los Estados Unidos tuvieron también un juez que decidió sentenciar a favor de las patentes de software. Sin embargo, no consta que se hubiera fumado nada raro. Como el derecho anglosajón es así de peculiar, resulta que no hace falta ser juez de una instancia muy alta para que una sentencia devenga en ley en todo el territorio federal y esto es, ni más ni menos, lo que pasó. En un caso descrito como Diamond vs Diehr, 450 US 175 (1981) el tribunal resolvió que el uso de una fórmula matemática y una computadora digital programada son patentables cuando forman parte de un proceso. O sea, un programa, que no es otra cosa que el uso de fórmulas matemáticas en un ordenador. Y átame esta mosca por el rabo. (Más información al respecto en la página de la Computer Professionals For Social Responsability con una versión en español en la página peruana de la entidad)

La presión americana halla su terreno abonado en un cierto colectivo de políticos vendidos y corruptos (a quienes no nombro dado que, últimamente, la propensión a demandar o querellarse por injurias es directamente proporcional, en general, al nivel de jeta, morro y desvergüenza del demandante o querellante) que han intentado en diversas ocasiones y por procedimientos a cuál más rocambolesco, colarnos de rondón a los europeos las dichosas patentes de software, aprovechando la enorme e infecta burocracia que constituyen los órganos de gestión y decisión de la Unión Europea y el papel prácticamente nulo del Europarlamento, cuya importancia se halla dos escalones por debajo de la señora de los lavabos. Diré, ya que estamos en ello, que la Constitución europea que ya está decidido que nos vamos a tragar, abunda en esta esclerosis burocrática desesperante. Lo pagaremos caro.

Como no todo ha de ser malo, me encanta poder decir que todos (¡sí! ¡todos!) los partidos políticos españoles parecen haber visto claro el problemón de las patentes de corso, digo, de software, y nuestro Senado nos dio la satisfacción, en la legislatura anterior, de votar en contra de dicha abominación por unanimidad. Hasta hoy, tanto el anterior gobierno del Partido Popular como el actual del PSOE, han respondido de modo razonablemente positivo a esta exigencia unánime, aunque alguna vez nos hayan hecho correr un poco para despertarlos ante las trampas de algunos burócratas corruptos de la UE.
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Se dice que los programas informáticos están suficientemente protegidos por la normativa sobre derechos de autor. ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay entre la patente y el derecho de autor?

Veamos: aunque a don Teddy Bautista y a tantos otros les suban las transaminasas cuando se dicen estas cosas, hay una premisa cierta: como principio general y universal, aquí y en todas partes, incluso en los Estados Unidos, el conocimiento ES DE TODOS desde el momento mismo en que se divulga. Por tanto, los derechos económicos del autor o del inventor constituyen una concesión de los poderes públicos, como intérpretes y ejecutores -al menos en teoría- de la voluntad de la sociedad, al entender ésta (yo tengo mis dudas) que con ello se fomenta la creación. De ahí que estos derechos hayan tenido un plazo de caducidad, que inicialmente era mucho más corto que en la actualidad. Si miramos el Quijote, ahora que es más oportuno que nunca hacerlo, veremos que antes de que empiece lo que es propiamente la obra hay una real cédula por la que se otorgan a don Miguel de Cervantes los derechos de exclusividad sobre su obra por tiempo de diez años. Actualmente ese plazo es de setenta años contados a partir de la muerte del autor; o sea, da para el autor, para sus hijos, muy probablemente para sus nietos y, si muere en edad lo suficientemente avanzada, hasta para sus biznietos. Es el único entorno profesional que, incomprensiblemente, tiene ese privilegio en favor de terceros. Pero, de cualquier modo, observemos que no es el autor el que regala generosamente su obra a la sociedad sino que es la sociedad la que generosamente -en la actualidad, demasiado generosamente- permite que el autor goce exclusivamente de ese conocimiento que, ciertamente, ha producido él, pero que es deudor de todo el conocimiento producido antes de él y del cual se apropia graciosamente (como debe ser, cuidado). Las patentes, en cambio, tienen una fecha de caducidad más cercana (creo que son veinte años) que no depende para nada de la vida o muerte del inventor: si el inventor muere antes de esa fecha, sus deudos heredan este derecho por la duración restante del mismo; pasado el plazo, por más que el inventor siga vivo, el derecho de exclusividad decae.

Por tanto, vemos que el código que constituye un programa informático está mucho más protegido (exageradamente protegido, incluso) bajo la legislación ignominiosamente llamada de propiedad intelectual que bajo el sistema de patentes, lo cual justifica aún menos la pretensión de aplicar dicho sistema, que sólo se explica en las claves ya expuestas, dado que la propiedad intelectual protege la obra, no sus resultados (que en el caso del software son inherentes), mientras que la patente protege unos resultados sin necesidad, en realidad, de crear obra alguna.
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Este es, muy en esencia, muy rudimentariamente expuesto, el tema que nos preocupa a los defensores del conocimiento libre o del conocimiento, sin más apellidos, desde hace unos pocos años, todavía y por desgracia durante unos cuantos más, en el futuro, y con intentos cada vez más peligrosos por parte del enemigo (aquí no hay adversarios, ni buen rollo, ni fair play ni nada: nos jugamos redonda y llanamente el futuro de Europa y el de nuestros hijos).

Espero, por el bien de todos, haber conseguido expresarme bien y con claridad porque esta guerra sólo la podremos ganar todos los ciudadanos a una; mientras sólo participemos en ella unos pocos ciudadanos excepcionalmente concienciado, vamos por muy mal camino. Creo que ya ha quedado claro cuan malo es.

Javier Cuchí en El Incordio

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