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EDITORIAL DE EL PAÍS

Un canon contaminado


El debate sobre el canon digital sufre tal contaminación que entorpece la búsqueda de una solución socialmente bienvenida. España, como la mayoría de países de la Europa comunitaria, salvo el área anglosajona, admite que quien acceda legalmente a una obra cultural obtenga una copia para su uso privado. Ello comporta que el autor deba ser resarcido por este consumo no retribuido de su trabajo.




La propiedad intelectual no está en discusión, pero en el planeta de la cultura los derechos que comporta están matizados y una prueba de ello es que se trata de una propiedad temporal que termina en el dominio público. Este particular estatuto de las obras culturales induce erróneamente a aceptar cualquier trajín gratuito de las mismas, opción que no se plantea cuando se compra un yogur en el supermercado. No se discute la remuneración del autor, pero no está resuelto cómo ampararla.
El pago de una compensación por la copia privada se ha separado formalmente de un resarcimiento al autor por la merma de ingresos que producen las descargas gratuitas de obras en Internet. Al margen de su consideración legal -piratería para unos; intercambio amistoso para otros- el canon no ha de estar calculado con este fin.

Aunque es difícil cuantificar con precisión el lucro cesante que supone la copia privada, que la factura anual del canon suponga más de cien millones de euros de ingresos para las sociedades de gestión induce a pensar que se ha buscado, por esta vía, una compensación por el fenómeno de las descargas, que plantea problemas de otra índole. Defender al mismo tiempo un canon indiscriminado y que las descargas son piratería puede conducir a la legitimación involuntaria de esta última.

La antipatía ciudadana por el canon se sustenta en varias circunstancias. El canon cohabita en el mercado con obras protegidas por sistemas anticopia. Es un mecanismo recaudatorio que pagan todos los compradores, incluso quien no disfrutará de copias privadas, y se aplica además a algunas máquinas no dedicadas primordialmente a este fin. Ello, sin contar los eternos debates sobre cómo administran y distribuyen estos ingresos las sociedades de gestión. Por otra parte, los fabricantes contrarios al canon tendrían que reconocer que son precisamente los usos digitales gratuitos los que tiran del mercado de sus aparatos.

En la Europa continental, la mayoría de países aplica un canon, pero difieren las cantidades, los soportes, quién fija la cuantía y quién lo administra. En Finlandia es el Gobierno quien decide las tarifas, qué organización lo cobra y cómo se distribuye. En Noruega, lo paga el Estado. Sea cual sea el final de la enmienda que se debate hoy, España debe repensar global y serenamente la cuestión para no dejar en el desamparo a los creadores, a la industria cultural, y conseguir a la vez que quien paga, en función de su actividad, lo vea como un acto de justicia.

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