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   Noticias - 12/Noviembre/99

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Dinero y obscenidad

Josep Ramoneda

El gobernante debe ser prudente con las amistades, porque con suma facilidad se convierten en peligrosas. Aznar confió demasiado en Juan Villalonga. No sólo porque al ponerle al frente de Telefónica le dio mucho poder, sino por la dependencia que estableció. Aznar tenía la paranoia del cerco mediático. El poder de Telefónica tenía que servir para romperlo. Villalonga era el hombre. Hasta que ha llegado el momento en que el sirviente se ha descarado.

Situado en la cumbre, ha perdido el sentido del tacto y de la estética. Sus abusos y exhibiciones empiezan a salpicar al presidente. La última obscenidad de Villalonga ha sido el paquete de "opciones sobre acciones" que ha regalado a sus ejecutivos. Enrique Fuentes Quintana, que no es precisamente un rojo, lo ha dicho con la contundencia del que, desde su autoridad, quiere que sus palabras no caigan en saco roto: "No es posible que algo como esto se pueda admitir de forma pacífica por los ciudadanos honestos".

Al apelar a la reacción de los ciudadanos honestos, Fuentes Quintana está diciendo que la cuestión no concierne estrictamente a la interioridad de una empresa -como argumenta frívolamente Javier Arenas-, sino que tiene que ver con la idea que cada uno tiene sobre las reglas no escritas de la vida en sociedad, aunque sea la capitalista. Se trata, por tanto, de una cuestión política, porque concierne a lo socialmente aceptable, y de sentido de la responsabilidad de los dirigentes de Telefónica. Porque los empresarios también tienen responsabilidad social. Incluso cuando se les ha hecho creer que eran todopoderosos, como al señor Villalonga.

Durante estos años de apoteosis del dinero, en que el desconcierto ideológico provocado por la desestructuración del ordenado mundo de la guerra fría ha sido aprovechado para llevar a cabo cierta contrarreforma del capitalismo, hemos oído cantar las excelencias del sentido del riesgo y la capacidad imaginativa de los empresarios y de los altos dirigentes de las empresas. La misma izquierda, estas terceras vías dedicadas a poner notas a pie de página de la ideología de la derecha, nos ha cantado las excelencias del emprendedor -pudoroso eufemismo- que se lanza a la aventura y es capaz de convertir el viento en oro.

Tanta retórica y ahora resulta que el riesgo consiste en blindarse incluso de los vaivenes de la propia empresa, como estos ejemplares ejecutivos de Telefónica. ¿Cómo pueden los accionistas de la empresa -que ya fueron castigados sin dividendo en el último ejercicio- confiar en unos ejecutivos que tienen tan poca confianza en sus propias fuerzas que se protegen por lo que pudiera pasar? De riesgo, poco. Más bien, al contrario. Los que arriesgan son los millones de accionistas con cuyos dineros se garantiza el futuro de sus directivos. Hay que fidelizarlos, dicen. ¿No era de la falta de movilidad laboral de lo que se quejaban? ¿No eran excesivas garantías sociales a los trabajadores la causa de las dificultades de las empresas? ¿Por qué no empiezan los señores ejecutivos predicando con el ejemplo?

Desde que el comunismo dejó de dar miedo, algunos creyeron que los trabajadores estaban vencidos y desarmados y que era la hora de acorralarles. Si después de la guerra el temor al comunismo forzó un pacto por el Estado del bienestar, había llegado el momento de romperlo y arrinconar a los sindicatos, aprovechando el impulso del fin de la historia, de la sociedad sin horizonte alternativo. Europa ya pasó este sarampión, la izquierda busca su rearme ideológico a través de la recuperación de la política y la derecha va perdiendo los acentos chulescos del periodo tatcheriano. Pero España casi siempre llega con retraso. Algunos, como el presidente de Telefónica, siguen pensando que todavía estamos en el periodo de la obscenidad y del exhibicionismo. La política de privatizaciones del Gobierno ha contribuido a que se creyeran que tenían impunidad ética y estética.

El episodio de las opciones sobre acciones marca quizás el punto de inflexión. El Gobierno o es sordo o deberá enterarse de que puede dejar algunos jirones de su piel en la desfachatez del amigo del presidente. Porque no se puede dar la piedra a Villalonga y después esconder la mano, como hizo Aznar. Al final, se acaba sabiendo de quién era la mano que hizo a este hombre sirviente todopoderoso de un presidente al que coloca ahora en incomodísima situación.

 

REPRODUCIDO DE EL PAIS