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Toreados y calvos


El consumidor harto. El Instituto Nacional de Consumo y el CIS, a través del índice de satisfacción del consumidor, han establecido que hasta un 35% de los consumidores que se consideran vulnerados en sus derechos renuncian a plantear cualquier tipo de reclamación a las empresas. No quieren perder más tiempo ni dinero

LA VANGUARDIA - FRANCESC-MARC ÁLVARO En las películas americanas hay dos frases mágicas que a cualquier españolito medio le han parecido siempre algo de pura ciencia ficción. Primera: "Soy un ciudadano que pago mis impuestos". Segunda: "Les voy a poner una denuncia por varios millones de dólares". La primera remite a una sociedad políticamente madura donde los derechos y deberes van parejos. La segunda descubre una sociedad de intereses polarizados y reconocidos en la cual el consumidor es una fuerza existente y organizada que nadie menosprecia. Los sabios vinculan este fenómeno al espíritu fundacional del capitalismo y a su entronque con las virtudes predicadas por el protestantismo. La deriva extrema de estos supuestos son las historietas de picaresca para conseguir indemnizaciones millonarias de grandes compañías temerosas de una publicidad negativa. Es la imagen de un tipo metiendo una cucaracha en un envase de yogur para conseguir el pelotazo de su vida. Aquí todavía nos falta lo básico.

Aunque la mayoría de los consumidores españoles han aprendido a reclamar ante los abusos, errores, averías y servicios deficientes, todavía hay mucha gente que no lo hace. Porque el consumidor muy harto es alguien desanimado a quien se le hace una montaña emprender una batalla para que le hagan un poco de caso. Prefiere perder dinero y sentirse estafado que meterse en laberintos burocráticos, inciertos, largos y llenos de resistencias. Prefiere perder dinero y no perder más tiempo ni seguir persiguiendo sombras que se le ríen en la cara. Una vez que pierdes la confianza en una empresa es inevitable que te sientas toreado por el mercado y, además, notas fresco en la cabeza porque sabes que te han tomado el pelo. Toreado y calvo, el consumidor burlado es doblemente víctima, pues nuestra cultura política y nuestras prácticas tradicionales son poco receptivas a las quejas de compradores y usuarios, a pesar de que las administraciones han intentado cambiar esto con oficinas del consumidor.

Telefonía móvil y fija, internet, transportes públicos, compañías aéreas, servicios posventa de electrodomésticos, compañías eléctricas y la banca están en el podio de las preocupaciones del consumidor triturado. ¿Quién no conoce a alguien que ha sido casi secuestrado por su operadora de móvil? ¿Quién no ha soportado largos meses de espera para poder tener ADSL en casa? ¿Quién no ha querido encontrase de cara con el inventor del overbooking en los aviones? ¿Quién no ha lanzado un televisor o un ordenador en garantía por el balcón harto ya de esperar una reparación digna? ¿Quién no ha asistido alucinado al fallo de su proveedor de electricidad cuando más frío o calor hacía? ¿Quién no ha ido descubriendo (y renegociando a la buena de Dios) comisiones y extravagancias en su cuenta bancaria? El consumidor harto se siente aplastado por algo superior, metido dentro del castillo kafkiano, juguete a merced de la mano invisible (y tonta) de Adam Smith.

Tras constatar que la empresa irresponsable no responderá de su mala práctica y tras renunciar a emprender el largo y tortuoso viaje al país de las reclamaciones, el consumidor trata de reconducir su cabreo hacia la difusión de su pésima experiencia, para castigar así a los culpables y prevenir a los amigos. Es una forma discreta de venganza que, si se hace bien, es justicia. Con todo, no hay nada como jurar a los cielos que nunca se volverá a dar ni un céntimo de beneficio a los piratas.