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A la conquista de la lejanía

A la conquista de la lejanía


CUANDO en la época de las zarzuelas tocó sindicarse, los dramaturgos y músicos de entonces fundaron la Sociedad de Autores. Con ello se dio un paso de gigante en lo que a defensa del derecho de autor se refiere. No sólo se protegía el citado derecho frente al abuso y el plagio, sino que además se puenteaba a todo parásito que mediase entre el autor y las salas. Los embaucadores de entonces eran los llamados editores de libretos y el único mérito que reunían era el de tener posibles. Dinero del que cuenta y suena para estampar en papel las partituras y luego poderlas vender como repertorio a teatros, orquestas y cafés de mala nota. Con tales mañas, los beneficios de autor quedaban reducidos al porcentaje que asignaba el editor por cada libreto. Como esto no llegaba ni para untar la media tostada, el autor tenía que contentarse con la manteca del llamado Pequeño derecho, que no era otra cosa que una comisión grasienta por entradas vendidas a casinos, merenderos y locales de mala nota. De ahí el nombre.

Lo contó en su día, y en este mismo periódico, Sinesio Delgado. Ocurrió en las modestísimas del Pequeño derecho, cuando Arniches, Ruperto Chapí, y los Álvarez Quintero convienen que la única salida ante el abuso es asociarse. Al día de hoy, el paso de gigante ha quedado convertido en paso de cangrejo. Y aquella sociedad de gestión no es más que una serie de letras iniciales apelotonadas en el fondo de la sopa que los noticieros sirven. SGAE. Sucede cada vez que en la mesa se habla de derechos de autor y piratería. Para digerir el asunto, además de tragaderas, hacen falta un par de buenos ojos que se fijen en la última inicial antes de llevársela a la boca. Se trata de la letra E, y no de España como algunos quieren hacer creer, sino la E de los Editores de repertorio. Y es ahí donde conviene soplar, por ser, de todas ellas, la mayúscula que más quema. Por culpa de la misma, aquella Sociedad de Autores en la que brillaban nombres como los de Chapí y Arniches, junto con los de Sinesio Delgado y los de los Álvarez Quintero, aquella Sociedad de Autores ha quedado neutralizada por los herederos de los embaucadores de antaño. El correr de los tiempos trae esas sorpresas. Los mismos que ayer se quedaron fuera del cotarro, al día de hoy son recibidos en el palacio Longoria con todos los honores de las letras mayúsculas. Y si no, de qué manera se puede entender que, en la Junta Directiva de la actual sociedad, así como en el Consejo de dirección, figuren empresas editoras de obras musicales como Teddysound o la Warner, cuyo único mérito ha consistido en imprimir contratos, protocolos por los cuales el autor de repertorio ha de pagar, de por vida, una buena parte de su beneficio. Después de esto, sólo queda preguntarse cómo se puede comer la sopa cuando en nombre del Autor se persigue al mantero cuchara en ristre y, sin dejar la cuchara, van y recaudan mordidas por las peluquerías, autobuses, puestos de chuches y todo garito donde tengan música encendida. Sin ir más lejos, el otro día, en su afán recolector, los de la SGAE contrataron los servicios de un detective privado. Su finalidad no era otra que la de colarse en una boda y grabar el repertorio que la orquesta tocaba. No se sabe si la citada orquesta era de mariachis o si sólo se trataba de la Tuna. Clavelitos, clavelitos, clavelitos de mi corazooón. Tampoco se especifica si el Te Deum que se interpretó en la iglesia fue registrado por el detective o si, al final, el detective acabó bailando con la novia. Lo único que se sabe es que la citada grabación se presentó al juzgado como prueba acusatoria contra el dueño del salón por no querer pagar la mordida. Demencial. Tanto que, si Arniches o los hermanos Álvarez Quintero levantasen la cabeza, tendrían tema.

Por decirlo con mayúsculas, en nombre del Autor y en beneficio de los Editores de repertorio, se sienta a las víctimas en el banquillo de los acusados. Cada vez que su presidente habla, es para señalar a todos los que compartimos música como culpables de la ruina de los Autores. Sin embargo su presidente nombra poco a las empresas que dan forma a la E de la sopa boba. Las evita de la misma manera que evita hacer referencias acerca de su pasado yeyé. Conviene aquí recordar que, el citado, fue pionero en el uso del Mellotron, cacharrito que bien podía registrar en sus tripas los primeros compases de La Internacional así como los del Cara al Sol junto con el Himno de Riego y Clavelitos de mi corazooón. Melodías que empleaba sin distinción y con empeño según convenía al gusto y correr de los tiempos. Aunque nos quiera hacer ver lo contrario, la música ya existía antes del invento del Mellotron y del fonógrafo. Y si ya existía antes, con más razón seguirá existiendo ahora cuando se ha conseguido hacerla sonar desde cualquier parte del mundo a la velocidad de la luz. Participar en un intercambio es acto democrático, ya sea tostando soportes digitales o en un cambalache de corcheas sobre el pentagrama reticular del ciberespacio. Nadie está matando la música, sino todo lo contrario. Gracias al dinamismo digital corren buenos tiempos para los Autores, con mayúscula. Al día de hoy existen más posibilidades que nunca para dar a conocer sus creaciones y, de esto, se deduce que también existen más posibilidades cuando toca obtener dinero del que cuenta y suena. Ahora el médium es un archivo comprimido que se prolonga a la velocidad de la luz para convertirse, de inmediato, en un masaje localizado en el aparato auditivo. Ahora el mérito reside en reunir la mayor parte de talento posible para calentar la aldea cósmica, que diría McLuhan. Cualquiera con vicios de artista puede ser, además de autor, editor de su propio contenido. En buena medida, lo que se avecina en el palacio Longoria viene a ser parecido a lo que en su día apuntó Sinesio Delgado.

Una vez más, resulta curioso observar cómo se ha ido desatando el asunto. En un principio, Platón expulsó a los artistas de su República y en su lugar dejó a los negociantes. Con la creación de la Sociedad de Autores, los desterrados de la República platónica volvieron a conquistar su sitio en la lejanía para ser arrancados de cuajo. Y así llegamos al día de hoy, en el cual, gracias al cacharrito de la Internet, los expulsados de la República de Platón luchan por ganar el sitio que les corresponde en la Historia. Pero eso es sólo el principio. De aquí a poco, sin negociantes ni mediadores que aguanten el asedio, se constituirá una República ideal donde las máquinas cumplirán su función de esclavas. Y el talento reinará sobre todas las demás cosas. Sin embargo son de esperar las reacciones, bocanadas agónicas en nombre del Autor y en beneficio del Editor de repertorio, como cuando empezaron a dar la tabarra con lo del canon por copia privada, arreglo que imponía un dinero para todos los soportes digitales, incluidos los vírgenes. A ojos vista fue otro paso de cangrejo que despertó un mercado negro, el mismo que, por otro lado, intentaban adormecer. A partir de entonces, cada vez que a cualquier mortal le acometiese el deseo de desvirgar un cedé al ritmo de Ravel y su Bolero, lo pagaría más caro si compraba en tienda. Pero a su vez, el pago de dicho impuesto le autorizaba para desvirgar y zurcirle el virgo cuando viniera en gana, ya fuera con boleros del Machín o con la banda sonora de El último tango. Con todo y con eso, desde el palacio Longoria se siguieron quejando en el nombre de Ravel, de Barbieri y hasta del gato que maulla en los tejados. Y por las mismas agonías quieren volver con el ultracanon. Tras las últimas cucharadas de la sopa boba, rascan el fondo de plato.

Opinión de MONTERO GONZÁLEZ en ABC.


La sopa boba
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