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Todos somos delincuentes

Todos somos delincuentes


CON el llamado canon digital, también denominado eufemísticamente «compensación equitativa por copia privada», a los ciudadanos españoles se nos considera delincuentes, sin presunción de inocencia, pues se nos atribuye a todos por igual la intención y el acto de hacer copias privadas en soportes vírgenes: teléfonos móviles, CD y DVD grabables, descodificadores de TDT con memoria interna, reproductores MP3, llaves de memoria USB, etc., seamos o no usuarios, seamos o no estudiantes, seamos o no jubilados, jardineros o ingenieros navales.

Y en este nuevo rango o condición a que hemos sido elevados por obra y gracia gubernamental, los españoles, ya delincuentes, sufragaremos el buen nivel de vida de los artistas que vienen a recaudar, así, un impuesto directo, sirviéndose de empresas privadas y de todos los mecanismos jurídicos y legales que el Estado pone a su alcance.

Es decir, este impuesto establecido por ley otorga a las siete entidades de gestión de derechos que existen en España la exclusividad del cobro, que pasará, así, por manos privadas antes de ir a parar a su destino, que no es otro que los autores y artistas.

Es inaudito que en un Estado democrático se recauden impuestos para empresas privadas, que a su vez lo destinarán a un colectivo profesional, pues ha de entenderse como apropiada y lícita únicamente aquella actividad recaudatoria que revierte, en fin, en toda la colectividad y no en un grupo de ciudadanos privilegiados.

Chocante resulta, por otro lado, que mientras los consumidores y la Asociación de Empresas de Electrónica, Tecnologías de la Información y Telecomunicaciones de España (Aetic) calculan que semejante recaudación de impuestos podría alcanzar la friolera de 2.000 millones de euros anuales, la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) -la empresa recaudatoria más beneficiada en este asunto- estima que «sólo ascendería a 100 millones de euros al año».

Para que todo no sea lucro privado, un 20% de esta recaudación habrá de destinarse, por ley, a actividades culturales -de los beneficiarios, claro está- como la formación, reciclaje, promoción y asistencia a los autores que, por otro lado, ya cuentan con subvenciones públicas de toda índole, pues es sabido que muchos de los conciertos, actuaciones, puestas en escena, y producciones de películas son, previamente, y al margen de la rentabilidad de la taquilla -que a veces resulta millonaria- subvencionadas con dinero público obtenido, otra vez, de recaudaciones obtenidas de todos los ciudadanos españoles y destinadas a los artistas.

Los ciudadanos de este país nos sentimos delincuentes con esta medida recaudatoria, pero también nos sentimos avasallados por un colectivo que se sustenta en las subvenciones indiscriminadas -véase la le Ley del Cine, que protege por igual a películas de escandalosa mediocridad que a obras maestras- al servicio tanto de la producción de películas que luego obtienen taquillas multimillonarias, como de otras que apenas consiguen una recaudación que les cubra los gastos.

El descarnado privilegio con que el Estado protege a un sector de artistas de nuestro país -esta canonjía es insólita en países como Irlanda, Reino Unido, Malta, Chipre y Luxemburgo- resulta especialmente hiriente cuando por imperativo legal se recaudan impuestos indiscriminados que los benefician, al tiempo que se criminaliza a todos los ciudadanos por el solo uso del MP3 o impresoras, convirtiendo en actividad delictiva lo que hasta ahora ha constituido un derecho en una sociedad de libertades consolidadas. Por otra parte, la instauración del canon viene a intensificar la desinformación acerca del uso de las tecnologías P2P (usadas en los archiconocidos 'eMule', 'BitTorrent', etc.), haciendo creer al público sin conocimientos específicos en la materia que el uso de esos programas o similares constituye delito.

Por otro lado, del mismo modo que se pueden descargar contenidos protegidos por 'copyright' -no diremos 'piratas', ni 'ilegales', al menos hasta que un juez lo dictamine, cosa que, al parecer, aún no ha ocurrido-, también se pueden descargar contenidos totalmente lícitos, e incluso compartir con otros usuarios creaciones propias de cualquier índole. Criminalizar e imponer un castigo a quienes jamás han 'pirateado', ni tendrán nunca ocasión de hacerlo es, cuanto menos, una arbitrariedad vergonzante e impropia de un Estado de derecho, máxime cuando la nueva ley beneficia también a los autores y creadores que difunden su obra por Internet, quienes tendrán una compensación que ha sido denominada como «derecho de puesta a disposición interactiva». Nos preguntamos qué ocurriría si los escritores y los periodistas solicitaran los mismos beneficios. ¿No se acabaría con esos fundamentos básicos de internet que son la libertad y el acceso gratuito a la información?

Acaso lo peor, sin embargo, de este triste tributo, o eufemismo denominado «compensación equitativa por copia privada», sea su invocación a lo delictivo, su incitación a consumar un delito, pues todos aquellos que jamás han infringido la norma ahora son, de hecho, delincuentes que han pagado por anticipado una fechoría que jamás cometieron.

TRIBUNA DE ROSABEL LIÑÁN, PACO LICERÁN, CARLOS CENTENO Y JUAN VELLIDO EN EL IDEAL