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El Gobierno cómplice de la SGAE

El Gobierno cómplice de la SGAE


La indefensión social es un hecho constatable en muchos frentes, y no lo sería tanto si el Gobierno no actuara como lo viene haciendo desde hace años. Los autores tenemos nuestros derechos, y tenemos unas entidades que vigilan porque se cumplan los principios recogidos en la Ley de Propiedad Intelectual. Pero los autores también entendemos que nuestro cine, nuestra música, nuestros textos, nuestras fotografías… son bienes de consumo que están en circulación porque así lo hemos querido. Y lo que buscamos, básicamente, es que cada una de nuestras obras llegue al mayor número de ciudadanos.

Nosotros marcamos nuestras intenciones en un contrato, porque así está establecido por Ley, y si queremos entrar en el engranaje mediático-comercial no queda otra salida inicialmente. La situación actual está provocando que ya tengamos otras salidas más interesantes para que el producto que elaboramos llegue al consumidor. Y aquí es donde debemos empezar a reflexionar detenidamente. ¿Qué es lo que hacemos y qué buscamos con ello? ¿A dónde queremos llegar, con qué recursos y medios? ¿Por qué sólo tiene que habilitarse una vía de explotación-comercialización? ¿Qué beneficios emanan de la comercialización y cómo se reparten? ¿Quiénes son los realmente beneficiarios de dicha explotación?

Las actuaciones recientes de la SGAE reclaman una revisión a fondo de dicha Sociedad de Autores. Más allá de los grandes números -excesivos- hay que entrar en el detalle. ¿A qué se debe ese afán recaudatorio? ¿Quién permite tal ejercicio inquisitorial? ¿Tenemos un nuevo Torquemada apoyado en la ventana de nuestra casa?

Está claro que el Gobierno tiene intereses políticos en que esto suceda. El apoyo de los autores progresistas le ha permitido estar en donde está. Pero lo que menos preocupa es la relación de estos autores con los ciudadanos, y cómo éstos ven los productos que aquéllos ofrecen al mercado. Al ciudadano se le persigue por el simple hecho de ser un posible defraudador (promiscuo pirata, irreductible apropiador de bienes ajenos), aunque le cueste llegar a fin de mes, mientras que los autores se permiten el lujo de situar sus dineros en paraísos fiscales.

Bien, los autores y las Sociedades que les defienden, no han hablado con el ciudadano para que este les diga claramente: no tengo por qué comprar diez canciones si sólo me interesan dos; no tengo por qué ver una película si tu apuesta no me interesa; no tengo por qué leer tu libro si no me atrae tu estilo. Imponer como obligación -política de autor- ver un determinado tipo de cine, escuchar canciones que ni interesan, leer libros que no tienen sentido, exceden los principios fundamentales de la libertad del ciudadano. Y si, además, se quiere cobrar excesivamente por el producto ofrecido, supera cualquier tipo de razonamiento meridiano.

Cuántos grupos musicales dicen: nosotros queremos que nuestras canciones las puedan escuchar por la Red y bajárselas para que, así, acudan a nuestros conciertos. Son batallón. Sólo unos pocos, la minoría, son los que se escudan en que sus productos deben tener unos precios de mercado excesivos, y si se venden pocas unidades será, evidentemente, por la piratería. Pues no. Que estudien un poco la situación, la realidad social, el interés de quienes compran los productos de las mal llamadas industrias culturales. Que se dejen de demagogias y que piensen más en quienes son potenciales clientes de sus productos.

El resultado de su desinterés está en que, gracias al Gobierno cómplice, han conseguido imponer un canon digital a todo producto del mercado. Una imposición más que tiene que soportar el ciudadano porque aquellos que viven pendientes del pesebre del apoyo político no quieren salir a la plaza y presentarse ante su receptor y explicarle qué es lo que hace, cómo lo hace, con qué recursos y con qué objetivos. El ciudadano tiene que afrontar él solo el coste vital de unos autores que se creen propietarios de los destinos humanos, de las conciencias del pobre ciudadano ignorante que sólo, y gracias a ellos, podrá salir de su absurda incultura.

Mientras los costes de los productos no sean los adecuados a la realidad del mercado, mientras sigan imponiendo condiciones de negocio, mientras haya Gobierno que les apoye en sus demandas, difícil será la solución. La autocrítica no existe, y los autores de grandes vuelos seguirán marcando criterios que nada tienen que ver con el resto de los autores que, si bien defendemos nuestros derechos también somos conscientes de que lo más importante es conectar con el ciudadano.    

Tribuna Libre de Emilio C. García Fernández en el Diario de Avila