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¿Un virus para matar otro virus?

¿Un virus para matar otro virus?


.."Si la corrupción es una peligrosa infección de la democracia, también lo es la falta de intimidad. En los años setenta, mis años de universitario, participé de la lucha clandestina y lo primero que me explicaron los veteranos fue que debía cuidar muy mucho lo que decía por teléfono. Si algo caracteriza una dictadura es la desaparición de la intimidad"..

La percepción negativa de nuestra democracia es debida a muchos factores. A la corrupción, por supuesto. Pero también a la supersticiosa espera de milagros y liderazgos mesiánicos, propia de una cultura que siente nostalgia del absoluto. Y al retraso histórico con que en España llegó la democracia. Los mecanismos de la representación parlamentaria, nacidos con la ilustración, se han oxidado espectacularmente en todos los países democráticos. El mundo actual está en proceso de cambio. Un cambio no sólo de época: de civilización. Baste comparar las pomposas y farragosas formas parlamentarias con las nuevas y velocísimas formas de comunicación entre el individuo y la sociedad. La transmisión de ideas, conocimientos o sentimientos se ha transformado tanto en los últimos veinte años como en los 559 años anteriores, presididos por la invención de Gutenberg; y, a pesar de ello, los parlamentarios de hoy actúan prácticamente igual que los de la revolución inglesa de 1688.

No sería muy lúcido, por lo tanto, poner toda la reflexión crítica sobre la frágil salud de nuestra democracia en el asador de la corrupción. La corriente de higiene pública es muy sana y necesaria; pero contiene inquietantes espasmos inquisitoriales, que cuajarán si centramos nuestra atención tan sólo en este aspecto de la vida pública. Es más: la corriente de higiene pública podría estar justificando, en nombre de la depuración de los corruptos, una enfermedad social tan inquietante como la propia corrupción: la desaparición de la privacidad.

No podemos culpar al Gobierno de Zapatero, De la Vega y Rubalcaba por frotarse las manos con satisfacción ante los beneficios políticos de los actuales casos de corrupción, que afectan al PP y a CiU, viejos rivales, o al PSC, pariente díscolo. Pero sí por no mostrar cautela ni preocupación sobre la generalización de las escuchas telefónicas (en el caso del juez Garzón se trata prácticamente de su único sistema de investigación). Ciertamente, gracias a las escuchas estamos descubriendo no solamente a los políticos corruptos, sino a narcotraficantes y terroristas; pero también estamos descubriendo que nuestra intimidad no vale un pimiento y que el Estado (sea por orden de un juez, sea por quien mueve los hilos policiales) está en condiciones de controlar simultáneamente todos y cada uno de nuestros teléfonos y e-mails, y de almacenar la información resultante por si un día puede ser útil: a saber para qué fines.

Es obvio que el PP protesta contra el sofisticado sistema de control telefónico Sitel porque se siente perjudicado. Pero el interés parcial de los ahora espiados no invalida el dato objetivo: la amenaza de un sofisticado émulo de Big Brother es real. Una reciente sentencia del Tribunal Supremo da la medida de la arbitrariedad de algunas órdenes judiciales de fisgoneo telefónico. En julio de este año, el Supremo anuló (no era la primera ni la segunda vez) una sentencia de Garzón contra unos narcotraficantes porque no se podía acreditar si la intervención telefónica policial estaba constitucionalmente justificada. Recuerda el Alto Tribunal que los pinchazos deben basarse en "datos concretos y verificables, no opiniones, valoraciones, sospechas o intuiciones", y señala que "el éxito de una investigación realizada con vulneración de derechos constitucionales sería tanto como entronizar el principio de que el fin justifica los medios".

Si la corrupción es una peligrosa infección de la democracia, también lo es la falta de intimidad. En los años setenta, mis años de universitario, participé de la lucha clandestina y lo primero que me explicaron los veteranos fue que debía cuidar muy mucho lo que decía por teléfono. Si algo caracteriza una dictadura es la desaparición de la intimidad. La tiranía anula la frontera entre lo personal y lo público. Milan Kundera narró cómo el régimen policial comunista checo grabó no sólo las opiniones políticas de un joven, sino también sus manifestaciones coloquiales sobre chicas y amigos, que fueron enviadas a los interesados, provocando penosas rupturas. Algunas historias de sexo y relaciones íntimas de los espiados del caso Gürtel no han sido publicadas por los periódicos que obtuvieron las filtraciones de las cintas, pero circulan por Madrid y Valencia de boca en boca. Esto es tan inadmisible como la corrupción y no debería haber sucedido. El hecho de estar en contra de los chorizos no debería hacernos partidarios de mirones y voyeurs.

El primer voyeur político de la historia contemporánea es Joseph Fouché, que empezó siendo seminarista pero se apuntó a la Revolución Francesa, primero como moderado, después como radical. Fue partidario del terror hasta el punto de ametrallar a sus detenidos para eliminarlos en grandes cantidades (de ahí su apodo: Mitrailleur de Lyon) y, convertido en ministro de la policía, sobrevivió a Robespierre y a Napoleón hasta entregar el Estado a la monarquía restaurada. Su gran poder era la información secreta. Muchos comparan al ministro Rubalcaba con el siniestro Fouché. Es una comparación muy injusta. El historial de servicio a la democracia de Rubalcaba es extraordinario. Pero, precisamente para hacer honor a su currículo democrático, debe contribuir a despejar, con menos retranca contra sus adversarios del PP, y con todos los datos posibles de su ministerio, la inquietud que asalta a muchos ciudadanos ante la pérdida del indiscutible valor de la privacidad.

Opinión de Antoni Puigverd en La Vanguardia

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