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Atracar un país

Atracar un país


Uno de los personajes de la novela de Frederick Forsyth Los perros de la guerra, un potente empresario minero que contrata a un mercenario para que organice un golpe de estado en una república africana para hacerse con riquísimos recursos mineros, reflexiona en un momento determinado, cuando la decisión de dar ese golpe se toma definitivamente, con estas palabras: «Atracar un banco o una furgoneta blindada es una brutalidad. Atracar a toda una república tiene, al menos, cierto estilo». Bueno, pues tampoco. En realidad sólo hay una diferencia de escala en la brutalidad, pero sigue siendo el mismo procedimiento, el patadón y tentetieso a mano armada.

Para esto de los atracos hemos visto cosas con mucho estilo en España, con manos limpias y guante blanco, mirando al tendido y con la palabra escrita por toda arma: la palabra escrita en el BOE. También es algo -en lo estilístico- un poco tramposo porque detrás de las normas y de las administraciones y jueces que las aplican siempre están, en una instancia quizá remota, pero segura y cierta, los subfusiles de la Guardia Civil. De todos modos, con el BOE en la mano se cometen atracos con muchísima más clase que con los procedimientos del magnate minero de la novela.

Pongamos, por ejemplo, la Telefoníca. Cuando los vientos de la Unión Europea obligaron a terminar con los monopolios estatales, y, en ello, liberalizar -ahora veremos qué es esto de liberalizar- el mercado de las telecomunicaciones, hubo que privatizar lo que entonces se llamaba «Compañía Telefónica Nacional de España» y que durante tres cuartos de siglo (había sido fundada en 1924, en tiempos de Primo de Rivera) constituyó un monopolio estatal. Hasta aquí, todo normal, teniendo en cuenta el contexto. Donde empieza una jugada que ni la fértil y desbocada imaginación de Forsyth pudo alcanzar es, precisamente, a partir de ahí. Muy bien: liberalizamos el mercado (repito que de eso hablamos luego); muy bien: privatizamos Telefónica (entonces aún tenía tilde, como es debido); y muy bien -atentos al sombrero, nada por aquí, nada por allá-: le regalamos a esta compañía ahora privada toda la infraestructura, toda la red, que los tontos de los españoles han estado pagando religiosamente durante tres cuartos de siglo. Esto es arte, esto es clase y esto es salero y no contratar a unos cuantos guerreros fracasados para que le den matarile al dictadorzuelo de una república bananera.
¿Por qué no se hizo con Telefónica (entonces, insisto, llevaba la tilde) lo mismo que ahora -muy correctamente- se ha hecho con RENFE? ¿Por qué no se puso la infraestructura en manos de un ente estatal (como con la red ferroviaria se ha hecho con ADIF) y que cada operador actuara sobre ella en exacta igualdad de condiciones? Felipe González debería explicárnoslo y debería explicárnoslo con mucho pormenor y mucha extensión. Esto y tantas otras cosas, como el pelotazo que dio el venezolano aquel -amiguete, por cierto, y no mío, precisamente- con aquellas Galerías Preciados que nos costó un congo sanear a todos los españoles tontos del culo y que luego el tal sudamericano compró por dos pesetas mal contadas. Bueno, en realidad son tantas cosas las que tendría que explicar Felipe de su felipismo que necesitarían su buen par de megabytes de redacción en modo texto.

De un modo u otro, así quedó la cosa y de aquellos polvos vienen esos lodos: una Telefoníca convertida en una potentísima multinacional, en la que tienen acciones sus accionistas, pero no todos los españoles, que somos los que realmente hemos pagado el gasto, y toda la telecomunicación española en manos de una sola compañía privada que tiene la sartén por el mango. Justo en el momento histórico en que las telecomunicaciones no son solamente un motor de desarrollo social y económico imprescindible sino que, en ese contexto, vivimos momentos y casuísticas de cuya resolución puede depender -y no es exageración- la verdadera entrada de España en el siglo XXI. Que España entre en el futuro al lado -y en igualdad- de todos los países de la Europa Occidental (hablar ya de Unión Europea, así, anchamente, significa implicar, además, a un montón de zarrapastrosos, montón en el cual corremos peligro de integrarnos) o que se meta en el cul-de-sac y el olor a pies del ancho de vía español.

Y vamos mal.

Vamos mal por todas las razones. La más coyuntural, pero no menos peligrosa, es un gobierno de gentecilla renta baja del cual no puede esperar la ciudadanía ninguna claridad de luces ni ninguna consciencia de su deber, más allá de su ambición política en los términos más barriobajeros; y una oposición que ídem del lienzo, lo que configura una situación de verdadero callejón sin salida. La estructural -y esta sí que es gorda, muy gorda- es que se eliminó el monopolio -parecería evidente- pero solamente para constituir un oligopolio, un mercado libre, teóricamente, pero supervisado y tasado gubernamentalmente a través de ese instrumento absolutamente anticívico denominado Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT): en otras palabras, son cuatro y el cabo -casi literalmente- y, en estas circunstancias, en una simple cenita se apañan el mercado entre ellos, mientras los de la CMT aplauden con las orejas.
La posibilidad de expropiar a Telefoníca la red nacional para dejarla reducida a simple operadora como las demás -a expensas, en todo caso, de su eventual inversión en una red propia- se ha visto como ilusoria desde que se cometió la tropelía de hacerle el gran regalo de pasarla del monopolio de derecho al monopolio de hecho (gracias, insisto, al dinero pagado por tres generaciones de tontos españoles), dado que la indemnización a que habría lugar supondría una afectación muy grave de la Tesorería del Estado, y eso por no hablar de un absolutamente seguro pleito que se prolongaría, entre instancias españolas y europeas durante decenios. El mal, se piensa en general, ya está hecho.
Sin embargo, soy de la opinión de que habrá que plantearse esta posibilidad, porque excluirla puede, a la no muy larga, salirnos a todos muchísimo más caro. Lo que es intolerable es que todo nuestro futuro económico y social esté en manos de una compañía privada con una codicia desmedida. Es verdad que las empresas están para ganar dinero y que no son oenegés, pero todo tiene un límite y, repito, todo el quid de la cuestión es que la red le fue graciosamente regalada a Telefoníca, lo cual la deslegitima para hacer lo que le dé la gana. Europa invalidó la golden share que el Gobierno español se había reservado, precisamente para evitar este tipo de problemas: hay que buscar, pues, otra opción, pero las cosas no pueden dejarse así.

La eliminación de la tarifa plana significaría mucho más que diez años de retroceso en el desarrollo tecnológico español. La tarifa plana se combatió muy encarnizadamente (sobre todo desde la entonces incipiente Asociación de Internautas, precedida por los grupos que, precisamente, la engendraron) no porque estuviéramos locos por descargarnos by the face la obra completa de El Fary o las apasionantes, entretenidas y trepidantes películas de Carlos Saura, sino porque no se podía pensar en el despegue tecnológico que Internet ya nos hacía intuir -y que, efectivamente, ha cumplido holgadamente en sus más amplias expectativas- si el uso de la red se restringía.

Como era previsible, el uso de la red ha generado cantidades verdaderamente enormes de valor, buena parte del cual se ha monetizado y ha generado negocios, en no pocos casos -de todos bien conocidos- muy importantes. El planteamiento mafioso de varias telecos les lleva a buscar la simple apropiación de un pedazo de ese pastel por todas las vías que le sea posible: terminar con la neutralidad de la red, terminar con la tarifa plana… todo procedimiento es poco. Es una operación en todo parecida a la del canon digital y mucho más pingüe.

«¡Las redes son nuestras!» clama Alierta. No, no en su caso, como ya hemos visto: han sido expoliadas a todos los españoles. Pero aunque las redes fueran suyas, ya cobran por su uso y no poco, a la vista de los ingentes beneficios que son públicos y notorios. Y aún en el caso de que las redes fueran legítimamente suyas, el valor que circula por ellas es nuestro, de quienes lo producimos. Tratar de apropiarse de parte de ese valor no es otra cosa que simple bandidaje, que apropiacionismo de la peor especie en su estado más químicamente puro.
Del atraco a un país entero. Con o sin estilo.

Artículo de Javier Cuchí en El Incordio