Asociación de Internautas

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El injusto medio


Me angustié al leer el artículo de Mosterín, publicado en El País y en internautas.org , titulado A favor de Internet. He tardado unos días en comprender mi miedo. Cuando termine la catarsis política que está causando la oposición a la ley Sinde, puede que el discurso inútil de la política de la corrección se haga con el debate en la red. Espero, sinceramente, que se trate de un desasosiego infundado.

Estar a favor de Internet es como estar a favor de los martillos. Las herramientas son neutras; lo que causa debate es su uso. (Juan Arana).

Me angustié al leer el artículo de Mosterín, publicado en El País y en internautas.org, titulado A favor de Internet. He tardado unos días en comprender mi miedo. Cuando termine la catarsis política que está causando la oposición a la ley Sinde, puede que el discurso inútil de la política de la corrección se haga con el debate en la red. Espero, sinceramente, que se trate de un desasosiego infundado.


¿Qué implica el discurso de lo políticamente correcto? La política de la corrección tiende al llamado –y tan mal llamado- justo medio, y define todo conflicto como si se tratase de una batalla maniquea. Para mediar en la escaramuza, el sabio del justo medio se presenta como el que entiende a ambas partes, y haciendo uso de su retórica, hace ver que, en el fondo, los enzarzados, como criaturas vehementes que son, se han dejado llevar por sus pasiones. A fin de cuentas, la razón que todos poseían ha quedado oscurecida por su frenesí. Ahí está el salomónico sabio para decirles que el juicio que él monopoliza apaciguará la tormenta.

Pero los conflictos no siempre son así, de hecho, pocas veces lo son, sobre todo cuando se trata de una lucha entre el poder y los ciudadanos. Mosterín, el sabio del justo medio, el estandarte de la razón frente a la pasión, después de redactar un rapapolvo (merecido) contra la inepcia de ciertos políticos y contra la falta de entendederas de la industria y de la SGAE, oscila en su pensamiento.

Por un lado, defiende el derecho de los diplomáticos para mantener ciertos secretos en lo que se refiere a operaciones antiterroristas. A lo mejor no estoy muy informado, pero aún no he oído ni leído que ninguna operación antiterrorista o similar haya sido abortada a causa de las filtraciones de Wikileaks. Más bien, lo que se ha revelado en varias ocasiones es que el secretismo en la información y el hecho de no compartirla ha llevado a las agencias de espionaje (especialmente las norteamericanas) al aislamiento y a la incompetencia. De hecho, ha quedado ya demostrado por la comisión que investigaba los atentados del 11 de septiembre en EEUU que se poseía información suficiente para neutralizar el ataque contra las Torres Gemelas, pero que la ineficacia a la hora de compartir la información hizo que no se pudiera contrastar y permaneciese en compartimentos estancos. Después de este desastre de la inteligencia norteamericana, se decidió la creación del enorme archivo de información que se compartió con un número altísimo de empleados del gobierno y que terminó por filtrase a través de Wikileaks.

En definitiva, otorgar el privilegio del secreto a las agencias de inteligencia o a los diplomáticos, es decir, mantener el cuento de que custodian información para defendernos, tiene difícil defensa. Terminemos de una vez por todas con el paternalismo despótico de las democracias parlamentarias. Hasta en este caso tan particular y complejo, compartir la información sería beneficioso para la seguridad de todos.

“Me irrita que me roben la cartera”, dice Mosterín más tarde y añade que le halaga que se interesen por sus escritos. Reiteremos, que copiar no solo no es robar, sino que para que una idea posea algún tipo de valor debe ser compartida. La idea de la exclusividad de la creación cultural y de quienes la poseen en propiedad es un invento fetichista del mercado del arte. Parece que Mosterín duda en dar el salto definitivo y aceptar la copia como necesaria para atribuirle a un objeto su valor artístico o intelectual. Lo valioso se copia, lo fértil se reproduce, lo estéril se mantiene único e improductivo.

Sigue Mosterín en su justo medio cuando asevera: “Hay que proteger la propiedad intelectual”. Y yo lo niego rotundamente.
La propiedad intelectual, tal y como hoy la conocemos, debe desaparecer, porque es una abstracción que, como la propiedad privada, crearía un mundo −en este caso virtual− que distinguiría entre los que tienen y los que no, entre los que poseen y los desposeídos, entre el poder y sus siervos, entre los agraciados y los desgraciados. Hay que terminar con la propiedad intelectual actual y entender que el derecho que tiene el autor sobre su obra es el mismo que tiene un padre sobre su hijo mayor de edad: nunca dejará de ser su padre, pero lo que el hijo llegue a ser no dependerá de su paternidad. Obviamente, la creación cultural es un trabajo que debe ser respetado. El trabajo intelectual y artístico merece ser remunerado dignamente, como cualquier trabajo, pero sin los excesos y amiguismos derivados de la defensa de la propiedad intelectual.

Mosterín afirma más tarde: “Los intereses del grupo corporativo que tanto defiende la ministra (y que en parte son también los míos) son respetables”, apelando, nuevamente, al justo medio. Rotundamente, no. Los intereses del grupo corporativo al que se refiere (las industrias del entretenimiento y las editoriales) no merecen ningún respeto. De lo que se trata aquí es de terminar con actitudes obsoletas y empobrecedoras de la cultura. Los que sí merecen respeto son los trabajadores que sufrirán esta reconversión industrial, así como –mal que nos pese− las personas que defienden esas ideas hediondas que equiparan la propiedad privada a la intelectual, que llenan el mercado de bagatelas subvencionadas, de entretenimiento, carnaza o simple basura en nombre del arte. A ellos no se les colgará de un pino, como harían en otros tiempos, porque, como −ahora sí− bien dice Mosterín, entre las personas que reivindican un Internet libre, “está la mejor parte de la juventud española”. Esos jóvenes, y no tan jóvenes, han entendido, a diferencia de las anteriores generaciones de posguerra, que en política, los medios justifican el fin, y que aplicar el talis qualis a los sátrapas del arte y el entretenimiento vaciaría de contenido la reivindicación.

Seguimos con el justo medio. Continúa Mosterín: “Yo tampoco empleo mis discos y aparatos para copiar y tampoco veo razón alguna para pagar el canon”. Obviando que lo que importa aquí no es si alguien que no copia pague el canon, si no de que la copia beneficia al autor, a la cultura y al ciudadano y que la imposición del canon sólo reporta ganancias al selecto grupo de miembros de las entidades de gestión de la propiedad intelectual que reciben sus cheques. Es decir, que copiar es, a la larga, redistribuir la riqueza y cobrar canon es privilegiar a unos frente a otros.

También afirma Mosterín que ya conocíamos por otras fuentes la mayoría de la información contenida en los papeles de Wikileaks. No sé con qué fuentes contará él, pero para mí, entre otros asuntos de mucho mayor calado, ha resultado una revelación saber que tras la ley Sinde estuviese la embajada de EEUU y tras la embajada un serie de grandes empresas noteramericanas. Para terminar, el mayor de los despropósitos de la política de la corrección de Mosterín: “La diplomacia americana queda relativamente bien parada en los cables”. El adverbio “relativamente” es el signo de la corrección de lo que afirma. Mosterín podrá explicar a la familia de Couso, cómo queda la diplomacia norteamericana “relativamente bien parada".


Reproducido de El Blog de Ioanes Ibarra