Jornada 25 Aniversario Asociacion de Internautas


Futuro incierto, pero... ¿imperfecto?


Nuevamente me mueven al comentario algunas lecturas de esta semana. Por una parte, un artículo del profesor Jorge Cortell, «La rebelión de los libros» , que puede encontrarse en la página web de la Asociación de Internautas.





Otro de David de Ugarte, «La invasión de los ladrones de gremios» aparecido recientemente en la Bitácora de Las Indias. Y otro más que no es tal artículo sino una intervención del abogado Roberto Inchausti en Barrapunto, sobre las patentes de software , que ha llegado a ser citado incluso en la delirante página de Indymedia Barcelona, donde apenas ha generado polémica (ninguna, al momento de escribir estas líneas) muy probablemente porque los críos estos de mega-ultra-tope-izquierda-anarco-super-independentista y vete a saber qué más, son igual de deliberadamente ignorantes en materia de TIC que los políticos del sistema a quienes tan despiadadamente critican -con su razón- y a los que tanto se parecen.

¿Que relación tienen entre sí? Superficialmente, poca.

Cortell dispara sapos y culebras contra la anunciada -y después de la publicación del artículo, reculada- supresión de las rebajas de los libros de texto por la vía de la apropiación del conocimiento que ello supone para llegar a proponer que digitalicemos (escaneemos en ese estrambótico pichinglis que usamos con excesiva frecuencia, por más que lo haya admitido la Real) los libros de texto para su difusión en archivo informático de forma gratuita y desinteresada, al modo de una guerra contra tanto abuso en el ámbito de la sacrosanta, delicadísima y tan maltratada enseñanza. Recomiendo la lectura íntegra del artículo porque este párrafo es insuficiente para comprenderlo en su íntegro y recto sentido, aunque baste a los efectos de este mío.

David de Ugarte se hace eco de la alarma creciente en el corporativismo periodístico por tanto “periodista aficionado” a que están dando lugar las bitácoras, calificando el fenómeno de intrusismo profesional.

Y, finalmente, Roberto Inchausti mueve ficha, en cierto modo provocativamente, respecto de las patentes de software, un tema en el que Europa se está jugando su futuro tecnológico (o sea, todo su futuro) en medio de la indiferencia de los ciudadanos que, en su ignorancia, pagarán carísimo (no sé si con su sangre, pero seguro, seguro, que con su pan) su menfoutisme tecnológico.

Pero, en realidad, los tres confluyen en lo mismo, intencionadamente o no: los grandísimos cambios a los que va a llevar (está llevando ya) la Red. Cuando hace unos años algunos dijimos (me incluyo modestamente) que la informática e internet iban a suponer una verdadera revolución industrial muchísimo más importante que las anteriores pocos nos creyeron; cuando por fin nos creyeron, tuvimos que cambiar el argumento, a la vista de la evolución del asunto, para decir, muy poquitos años después, que las TIC no iban a ser una simple revolución política o económica, sino un verdadero punto de inflexión en la Historia y, desde luego, en los modelos sociales, políticos y económicos y no nos creyeron y seguirán sin creernos hasta que la realidad los haga bajar del burro.

No estamos ante un cambio ideológico como el que supuso el cristianismo al sustituir a la cultura romana, según el humanismo histórico; no estamos ante un cambio económico, como el paso de un modo de producción feudal a un modo de producción capitalista, según el materialismo histórico; no estamos ante un cambio geopolítico como el que supuso la Conferencia de Yalta o la caída del Muro de Berlín y del aparato comunista: estamos ante un cambio tal que las expresiones “ideología dominante”, “modo de producción” o las palabras como “geopolítica”, pueden incluso caer en la obsolescencia.

En un entorno más inmediato, esto está afectando a los derechos de autor y a la llamada (mal llamada) propiedad intelectual que se defiende no como gato, sino como tigre panza arriba, pero también, como vamos viendo, a algunas profesiones (y paulatinamente, a muchas más), todos ellos en una guerra tan dramática como para ellos perdida.

La propiedad intelectual sólo fue posible aprovechando la existencia material y de propiedad restringida y censable de la maquinaria necesaria para la reproducción: la imprenta, la estampación de discos, etcétera, todo ello perfectamente controlable. En el momento en que la maquinaria necesaria para la reproducción se convierte en un electrodoméstico y, por tanto, no es censable (no hay que matricular al ordenador como si fuera un vehículo), su posesión es, por tanto masiva, y es apta para reproducir y retransmitir material sujeto, por fuerza e imperio de la ley, a propiedad privada.

La discusión que aún no se ha iniciado, que convendría iniciar y que seguramente no llegará a iniciarse porque la realidad dejará atrás esa necesidad, es la oposición -si la hay- entre la naturaleza democrática de la ley y su naturaleza ética, es decir, si una ley que de hecho está siendo contestada por una gran masa social por vía de su incumplimiento más olímpico debe decaer o, por el contrario, cabe sobreponer el imperativo ético del bien protegido por la norma al imperativo democrático. Pero, claro, entonces la discusión se llevaría a cuál es la naturaleza y origen de la ética que da lugar a la norma, lo que cerraría nuevamente el círculo en torno a la democracia y a la mayoría como fuentes de mandatos morales, además de como fuentes originarias del derecho.

Un debate filosófico, ético y jurídico de altísimos vuelos que la ciudadanía ha obviado por vía de hecho y ha podido hacerlo porque, al contrario que derechos como la vida o la integridad física, la propiedad del conocimiento está cuestionada, guste o no a quienes disfrutan de dicha propiedad, digan lo que digan los códigos civil y penal y ese cagallón denominado Ley de la Propiedad Intelectual. En estos momentos, la sociedad está viendo cualquier obstáculo legal al libre acceso al conocimiento como un acto de tiranía. Y no sólo el ciudadano individual: cuando Sudáfrica anunció que iba a fabricar por la cara medicación patentada para luchar contra el SIDA y ahí se las dieran todas, y obligó a los laboratorios farmacéuticos a negociar precios a la baja, estaba participando muy planificadamente en esa rebelión contra la propiedad del conocimiento.

Los músicos ven su obra divulgada y compartida (¡¡y se quejan!!); a los escritores les pasará otro tanto tan pronto existan medios técnicos fiables y cómodos para la lectura electrónica; los periodistas ven que los aficionados, poco profesionales académicamente, pero garantes de una mayor honestidad al no estar extorsionados por sus editores, les estamos comiendo el terreno a través de la red porque, carentes de condicionamiento alguno, vamos directos y descarnadamente, sin la menor censura editorial, a lo que interesa al común de los ciudadanos; y si yo digo imbecilidades, no las dirá el de la bitácora de al lado, pero eso, lo imbécil o no de un contenido, queda al exclusivo juicio del lector, lo que no le permite la prensa convencional en la que un medio parece fotocopiado de otro salvo en el servicio a tal partido o a tal interés económico, corporativo, ideológico o fáctico. Sólo los foros y las bitácoras en internet han podido, por ejemplo, obligar a los medios de comunicación del sistema a divulgar noticias críticas o negativas sobre la familia real española, práctica considerada anatema hasta hace no más de tres o cuatro años. Pero los foristas, los bitacoristas, los abonados a listas de correo, no estamos trabados por pactos de reptiles suscritos en las alcantarillas gubernamentales y en las mediáticas. Además, somos gratuitos. Y aquí, en la red, no hay censura posible o, por lo menos, fácil.

El número de profesiones afectadas por reconversiones radicales o que incluso pueden llegar a desaparecer es grandísimo, y eso a medio plazo, mucho, muchísimo antes de culminarse ese vuelco histórico anunciado.

Si las previsiones de cambio son tremendas, a la vista de lo visto y de lo previsto, produce escalofríos de vértigo pensar a dónde se podrá llegar con lo ahora imprevisible e inimaginable. Muchos estudiosos de la red sostienen -y yo tiendo, en general, a creerlos- que estamos en su Edad de Piedra.

¿Qué pasará cuando se invente el fuego?

Javier Cuchí es miembro de la Asociación de Internautas


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