Jornada 25 Aniversario Asociacion de Internautas


Atrévete a saber


Según datos de la última oleada del EGM, a finales del pasado año, en España había 36.000 internautas menos que hacía unos meses. El caso carece de precedentes en Europa. Quizá sea una anomalía única en el mundo: los españoles desprecian la joya de la corona global, la 'güeb', y regresan lentamente -los pocos que han probado el invento- a la prehistoria tecnológica.





Una de las explicaciones del fenómeno, por supuesto, es económica: el único modo decente de conectarse a Internet es la banda ancha, que resulta carísima para una economía familiar media. El otro modo, el acceso mediante la red telefónica básica (RTB), es tan lento que provoca absentismo por aburrimiento. Y tampoco es barato. A la carestía de la ADSL y a la lentitud de la RTB deben añadírsele, además, la irritante precariedad de la telecomunicaciones en España: raro es el día en que no hay sobrecarga en las líneas, en que el módem transmite a la velocidad contratada o en que el ordenador no se desconecta repentina e inexplicablemente. No es extraño, pues, que el número de usuarios decrezca.

El precio no es el único obstáculo. Internet no es un fin en sí mismo, sino un medio. Si falta el fin, el medio carece de sentido. Muchos neófitos habrán comprendido, navegando de aquí para allá, que curiosear en la Red no equivale a necesitar la Red. Lo mismo han acabado pensando que 'Ars longa vita brevis'. Si descubren, además, que su flamante ordenador ha quedado obsoleto en un plazo brevísimo de tiempo, preferirán, en el futuro, dedicar una cantidad equivalente de dinero al 'home cinema', que es más diver.

Otra explicación, menos evidente pero más profunda, es la carencia generalizada de habilidades informáticas básicas. Seducido por la propaganda, el internauta novato compra su ordenador creyendo que se trata de un electrodoméstico. Nada sabe de los intríngulis 'jargüericos' del bicho, ni de la complejidad del sistema operativo, ni de las precauciones básicas que conviene adoptar al instalar y desinstalar programas, ni de las rutinas de mantenimiento. El 'güindous' promete que todo es muy fácil, muy 'plug and play', pero no es cierto. Al cabo de unos cuantos meses de uso, el novato habrá descargado innumerables aplicaciones solicitadas por las páginas web que visita, habrá instalado videojuegos, programas o controladores de esto o lo otro. Sin saberlo, estará corrompiendo el sistema, 'volviendo loco' al chapucerísimo invento de Bill Gates. Lenta pero inexorablemente, el ordenata comenzará un declive operativo encaminado a la catástrofe absoluta. La única solución, llegado el momento fatal, es el regreso al principio: borrarlo todo y comenzar de nuevo. Probablemente, el internauta novato tendrá que recurrir al amigo experto o pagar a un técnico que, cual Doctor Frankenstein, devuelva la vida al cadáver. Un buen día, quizá decida que la internáutica es como el 'puenting': una actividad para fanáticos bastante pirados.

Este último problema de fondo es, en realidad, el fondo del problema. El 'güindous' es al mundo de las nuevas teconologías lo que la peste negra al mundo bajomedieval: una condena bíblica. El antídoto ha sido descubierto hace años y se llama 'software' libre. En la actualidad se está librando una auténtica guerra entre la todopoderosa multinacional de Bill Gates y los partidarios de la libertad informática. El último episodio es la batalla legal emprendida por Microsoft para evitar que instituciones públicas del Primer y Tercer Mundo impongan el uso de Linux (el más popular y eficiente de los sistemas operativos de código abierto) en sus redes telemáticas.

Se supone que la sociedad española debe transformarse en una 'sociedad de la información'. Las iniciativas gubernamentales para conseguirlo se han limitado, hasta la fecha, a subvencionar la compra de ordenadores o a emprender absurdas campañas promocionales. Mucho más efectivo habría sido promover el acceso de la población a los sistemas operativos libres. Su utilización requiere cierta cultura informática, ciertamente, pero es que se trata precisamente de eso: de fomentar dicha cultura desde los poderes públicos. Pero la consecución de este objetivo es imposible con un sistema operativo que escamotea al usuario y al programador su código fuente, es decir, las instrucciones primarias que permiten funcionar a todo lo demás.

La mayor ventaja del 'software' libre no consiste en su gratuidad, sino en la posibilidad de diseñar aplicaciones informáticas a la carta. Hasta ahora, el usuario (empresa, profesional o simple amateur) ha debido adaptar sus necesidades a la oferta existente. Los sistemas libres permiten justo lo contrario; un ayuntamiento cualquiera, por ejemplo, podría convocar concurso público para proveerse de las aplicaciones informáticas que necesita. Concurrirían a él empresas autóctonas, libres de la dictadura del 'copyright'. Ese mismo ayuntamiento no tendría que destinar dinero público a pagar licencias, actualizaciones y cuantas mandangas se le ocurran a la multinacional de turno. La inventiva informática se convertiría así en un pequeño negocio para muchos, y no -como ocurre hoy- un gran negocio para muy pocos.

Cuando se desciende al fondo del problema, en fin, se descubre una obviedad: en el mundo global, mercado y bien común no son sinónimos. En ocasiones, como en el caso que nos ocupa, son contrapuestos. Entender esto significa tomar grandes decisiones políticas y pequeñas decisiones individuales. Las primeras, a juzgar por los hechos, no se han producido. Las segundas dependen de que los ciudadanos asuman el imperativo que Kant convirtió en divisa de la Ilustración: 'Sapere aude', atrévete a saber.

J. ANTONIO RODRÍGUEZ TOUS/PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA UNIV. POMPEU FABRA en El Correo Digital.