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   Noticias - 13/Mayo/00

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VICENTE VERDÚ

En la vastedad del mundo se asienta nuestra ciudad y, en la ciudad, entre un anonimato de construcciones, el lugar del domicilio. Dentro de cada casa hay un rincón para agazaparse y todavía, al fin de ese reducto, aparece la pantalla del ordenador, el último alvéolo. La intimidad que antes se confiaba a un oído traslúcido pasa hoy a los grandes salones del ciberespacio y millones de personas transfieren allí sus secretos, desatan sus inhibiciones, ofrecen su privacidad en las noches de Internet, abocadas al universo que ha inaugurado una tecnología impensable. Esa ciberplateada oscuridad, repleta de ojos y signos humanos, plagada por infinidad de carnes fantasmas o sin faz, canjean sin cesar relatos, noticias, modos de seducción, mentiras.

En el surtido de tal cosmos no existen fieras, ni rocas, ni vientos, ni hospitales. Sólo se encuentra una energía transparente y suave, igual que acaso fuera el ser humano en la más primitiva concepción: el ser humano como una bendita o una maldita idea y sin otra contigüedad que la de sus semejantes aligerados. Un mundo así no lo habíamos conocido nunca y sólo lo habíamos supuesto como el posible paraje al que advendríamos después de muertos, entre la fecha de la esquela y el juicio final, en cuyo periodo las almas, desprovistas de cualquier peso, se relacionarían entre ellas como espectros sobre una realidad igual a cero. Esta realidad invisible, sin embargo, está ahora aquí en las noches domésticas de Internet, entre seres vivos y tangibles antes de adentrarse en el ordenador personal desde un ángulo de la casa. En ese paso al más allá se perderá toda molécula de carne, pero en el viaje se guardará la codicia, el humor, la ira o la lujuria para reproducir, en los contactos, el sabor de los condimentos humanos y experimentar con los genomas básicos, la versión en osamenta digital de lo que fundamentalmente somos. Lo que somos a continuación, desprendidos de la aglomeración del cuerpo, más verdaderos que con la completa personalidad a cuestas. O tan libres como si por un prodigio de la pantalla electrónica hubiéramos superado el trago y la censura de la mortalidad y, en consecuencia, pudiéramos hablar, francamente, sin misterio de uno mismo y de todo; una vez muertos.

REPRODUCIDO DE EL PAIS